Pocos acontecimientos han tenido tanta trascendencia en la Historia de España como la Expulsión de los judíos en 1492.
El llamado Edicto de Granada o Decreto de la Alhambra prohibía la permanencia en los reinos de los Reyes Católicos de los judíos que no aceptasen la conversión.
Se firmó el 31 de marzo de 1492 y la salida se prorroga hasta agosto de ese mismo año.
El Decreto tenía vigencia tanto en Castilla como en Aragón. Sus principales impulsores eran el Rey Fernando y el Inquisidor Tomás de Torquemada.
Las principales motivaciones eran la práctica de la usura y, sobre todo, la posibilidad de corrupción de costumbres de los conversos por parte de los judíos.
Pero esta situación drástica ya venía anunciándose desde un siglo atrás, cuando en 1391 desaparecieron algunas de las juderías más importantes de la península, como Toledo, Sevilla y Barcelona, y la inmensa mayoría de sus habitantes decidieron convertirse con mayor o menor convicción. A partir de ese momento, las restricciones como el uso de rodela identificativa, la segregación obligatoria en barrios cerrados o la prohibición de construir nuevas sinagogas, iban ahogando poco a poco a las comunidades.
Al hablar de la expulsión debemos referirnos a las CAUSAS que la provocan.
Hay razones de índole religiosa como la homogeneización de toda la población bajo una única fe, la considerada verdadera.
A partir de ese propósito, muchos decidieron convertirse al cristianismo por motivos sinceros o interesados. A todos ellos se les denominó CONVERSOS o CRISTIANOS NUEVOS.
En principio, el hecho de su conversión mediante el bautismo debería haber sido suficiente para su integración en la sociedad cristiana.
Sin embargo, muchos de ellos pertenecían a una burguesía pujante y acomodada a la que la nobleza y los cristianos viejos, esto es, los no judíos, veían como una insoportable competencia en cuanto al ascenso social.
Muchos de estos conversos llegaron a ocupar importantes cargos en la Corte.
Para frenar a estos “empinados”, ya antes de la expulsión se pusieron en marcha dos eficientes pero inmorales mecanismos.
Por un lado, los Estatutos de Limpieza de Sangre, que limitaban el acceso de los conversos a instituciones muy prestigiosas en la época como Universidades y Órdenes Militares o religiosas. Muchos conversos inventaron genealogías para escapar de los temidos Estatutos.
Por otro, la Inquisición real, mucho menos benévola que la papal. El Santo Oficio emerge como un Tribunal religioso contra la herejía y se convertiría, durante siglos, en el brazo sancionador y ejecutor más temible para los conversos acusados de judaizar, esto es, del retorno clandestino a la fe mosaica, fuese cierta esa vuelta o no.
Las prédicas de Vicente Ferrer, Lucero o el propio Torquemada, sumieron a los conversos en un ambiente de sospecha constante contra ellos.
Muchos fueron sometidos a tortura y no llegaron a ser ejecutados. Se llegaron a exhumar restos para su quema pública en la hoguera.
Y no podemos dejar de hablar de JUDEOFOBIA y ANTISEMITISMO como factores clave en la decisión de expulsar a los judíos de los reinos peninsulares.
La judeofobia como acusación repetida al Pueblo de Israel como pueblo deicida, como Pueblo fiel a una Ley superada por la Nueva Ley.
Antisemitismo como odio al converso “judío de nación”, de nacimiento, como una mancha, como una enfermedad que al bautismo no podía eliminar, y de la que se originaban estereotipos físicos determinados con ánimo de burla.
Sin embargo, hubo grandes figuras entre los descendientes de aquellos que decidieron quedarse: Santa Teresa, Luis de Santángel, Fernando de Rojas, Luis Vives, Mateo Alemán, Luis de Góngora o San Juan de Ávila son algunos de los nombres de aquellos que fueron perseguidos, acusados por su pasado familiar.
Generaciones no nacidas en el judaísmo, la diáspora sefardí por el Mediterráneo y las Américas, siglos de desconexión, de prejuicios que van siendo reparados a golpe de acercamiento, de comprensión, de acogida y de cooperación.
Miles de judíos son salvados de la Shoah por diplomáticos españoles.
En 1969 de deroga el Edicto de Granada.
En 1992, cinco siglos después, el Rey Juan Carlos visita la Sinagoga de Madrid.
En 2015, la Ley de Ciudadanía Española para Sefardíes ve la luz.
España cuenta hoy con comunidades judías en las principales ciudades del país.
Comunidades a las que, en palabras del Rey Felipe VI, se les ha echado de menos.
Foto cedida por Sfarad